martes, 17 de junio de 2008

Capítulo I parte C: Día de furia



Blanca trató de salir del sillón, pero estaba incrustada en el, amarrada por la manta que hace poco sirvió para tapar sus pies. Con dificultad pudo escapar de su prisión temporal, para ir a hurgar en su cartera donde el celular se zangoloteaba convulsivamente. Ocho llamadas pérdidas. ¿De quien? Andrés.

Él siempre había sido uno de sus mejores amigos. El ausente, claro, pues lo veía cuatro veces al año, sin embargo, era el que más presente estaba cuando ella lo necesitaba. Tenía una especie de transmisor extra sensorial que le indicaba cuando Blanca estaba mal, cuando debía llamarla, mandarle un mail o simplemente visitarla, lo cual ella agradecía de todo corazón.


Cuando se conocieron, él era un chico muy tímido, que normalmente no hablaba a menos que se le preguntara algo, mientras ella era todo lo contrario... le gustaba destacar y demostrar cuan inteligente era, solía ser la primera en todo, incluso, la primera en llegar al colegio por las mañanas, lo cual hasta estos días lo encontraba absurdo aún para su maniática persona.


Una mañana de invierno, mientras caminaba hacia la sala de clases , notó que una bella melodía sonaba, uno de los veinticuatro caprichos para violín solo de Paganini. Se extrañó que alguien tuviera a esas horas una radio encendida, y más aún, que ese alguien estuviera escuchando precisamente su pieza favorita. Mas no pudo contener su expresión facial de sorpresa cuando vio que el sonido no provenía de una radio, sino de un violín real.


No supo porqué, pero cuando vio a Andrés tan concentrado en sus partituras no quiso turbarlo y se sentó lejos de él, apoyando su cabeza en el pupitre y cruzando sus brazos por debajo de ella. Al minuto la dulce melodía dejó de sonar, y cuando Blanca alzó su mirada, pudo ver que él se la devolvía tan rojo como un tomate maduro.
- No te preocupes por mi, sigue practicando. Por cierto, tocas muy bien – le dijo mientras sonreía.
- Es que... No puedo - susurró Andrés, sacándose el instrumento encajado en el cuello.
- ¿Por qué no? – preguntó ella con extrañeza.
- Me da vergüenza. – confesó, mirando el piso como si hubiera algo muy interesante en el.
- No te preocupes, no te molestaré. !Ni siquiera te veré! Estaré recostada en la mesa, ¿bueno?

Andrés suspiró, sin saber qué responder ni qué hacer.

- Mira, yo también tocaba violín, pero lo dejé el año pasado, así que para mí no es nada nuevo – arguyó Blanca con algo de tedio ¿por qué tiene que hacerse de rogar? – Además, no pretenderás que salga de la sala ¿cierto? hace mucho frío afuera y no pienso congelarme.
- !No! !Yo no sugería eso! – se apresuró a aclarar con desesperación.
- ¿Entonces?
- Esta bien - soltó rendido, devolviéndo el violín a su cuello con una mirada un poco desconfiada, y volvía a tocar, aunque con menos potencia que antes, mientras Blanca volvía a desparramarse en la mesa con una sonrisa de triunfo.

Ninguno de los dos se imaginó entonces que aquél día no sería sino otro más de muchos. Ella acostumbraba escucharlo todas las mañanas, y él todos los días trataba de practicar algo nuevo. Ella le daba su opinión y él la tomaba en cuenta. Ella le recomendaba melodías y él las practicaba.

Luego, no sólo este ritual matutino los unía, sino su afición por el dibujo. Ninguno de los dos era muy talentoso para ello, pero al menos le ponían empeño, dedicación y tiempo.
Y así se fueron conociendo. Entre cartas, mensajes, dibujos y melodías, logrando una amistad bastante fraternal. Ambos se defendían a muerte. Incluso él había dejado de ser tan tímido, desarrollando una veta humorística-irónica bastante peculiar.
- Por cierto...- comenzó Andrés un día, mientras pelaba una naranja - ¿Por qué dejaste el violín? – preguntó mirándola por el rabillo del ojo, con aire aparentemente desinteresado.
- Dos cosas. Primero no tengo tiempo suficiente para dedicarme a ello, si hago las cosas me gusta hacerlas bien y no mediocremente, y segundo, soy una inconstante crónica – respondió con indiferencia, mientras hacia garabatos en su cuaderno.
- Es una lástima.

Al terminar el año - y con ello su época escolar- ambos supieron de inmediato que probablemente no se verían demasiado, pero tenian la conciencia de que, de alguna forma, seguirían estando para el otro cuando lo necesitara.

Se entregaron la última carta, se dieron el último abrazo y luego tomaron caminos separados. Uno por el dinero, otro por la vocación.
- Te apuesto que siempre nos terminaremos encontrando – dijo Blanca sonriendo al finalizar la ceremonia de graduación – Aunque seamos viejitos, nos encontraremos en Europa. Yo seré una turista, tu serás un renombrado músico, y me invitarás a tomar un cafecito en Paris, ¿te parece?
- Prometido – respondió Andrés con una amplia sonrisa, pero con un dejo de tristeza en los ojos.

Blanca todavía observaba el teléfono con semblante ausente mientras los recuerdos se aglutinaban en su cerebro. Quiso devolverle la llamada de inmediato, pero no se sentía en condiciones. Quería estar bien antes de hablar con él, no le gustaba cuando era incapaz de armar frases y se comunicaba en monosílabos.
Sin embargo, mientras pensaba en eso, sucedió lo que temía... recordó que tendría que buscar un trabajo nuevo, y una profunda pereza la inundó. No quería volver a la rutina, se negaba a volver a la rutina, por lo que decidió que por un tiempo no ejercería su profesión sino que un simple oficio. Una locura dentro de su esquema mental.
Ser una de esas meseras que ocupan sombreros graciosos en el Friday´s o cantar en un bar, << aunque eso sería imposible, debido a mi horrible de voz>> reflexionó.

Tomó el diario que se encontraba en la mesita de entrada, se sentó y revisó. No encontró mucho, pues la gran parte de los avisos salía el fin de semana, así que por fortuna, se regaló los tres días que quedaban para el domingo como descanso, pero este descanso sería uno particular: no descansaría en lo absoluto.
Se dedicaría a pasear por Santiago, se juntaría con aquellos viejos amigos con los que aún tenía algo de contacto – al menos su número telefónico - se dedicaría a ver todas aquellas películas que quiso arrendar pero por tiempo no pudo, iría a cantar Raffaela Carrá a un karaoke y dejaría la marca de sus neumáticos viejos en el pavimento de la Costanera.

Todo eso en tres días.

Mientras planeaba su inusual panorama, fue interrumpida por un sonido recurrente.
Estúpido aparato pensó al ver como sonaba el teléfono inalámbrico, haciendo un juego de luces chabacano.
- ¿QUIÉN?- preguntó con violencia.
- ¿Esa la forma de atender? Creo que deberías cuidar más tus modales de señorita si pretendes que alguien se fije en tí – dijo una burlesca voz masculina.
- ¿Andrés?
- ¿Quién más? ¡Ni me reconoces mujer! Que feo, que feo.
- Lo siento, estoy más mono-neuronal de lo normal – se excusó con cansancio.
- ¿Qué te paso ahora?- su voz había pasado a un tono preocupado.
- Nada que se pueda entender por teléfono. Tiene que ser explicado con mímica, dibujitos y onomatopeyas, ¿te gustaría venir un rato?- preguntó sin mucha esperanza. Sabía que Andrés se había convertido en una especie de cometa y era muy difícil pillarlo con tiempo.
- ¡Mira la casualidad!¿A que no adivinas donde estoy?

Una corazonada la hizo mirar por la ventana y no se equivocó. Afuera de su departamento se encontraba él haciendo señas con sus manos y guardando el celular en el bolsillo interno de su chaqueta. << Demonios, ¿por qué siempre me toma por sorpresa?>> pensó Blanca.
Pasaron dos minutos antes de oír un melódico golpe de puerta, << ¡hasta en eso se notaba que es músico! >> exclamó rodando los ojos, antes de dibujar la mejor sonrisa que pudo y abrir...

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